sábado, 16 de abril de 2016

Tormenta de aguas bravas

Odio esta ciudad con su calor y polvo histórico que te envuelve. La odio, de noche, de día, de mañana y de tarde. La odio porque veo en las sucias aguas del Tormes mi reflejo. Ese reflejo que sólo yo veo y que sólo yo odio. Ese reflejo que me apuñala cada vez que cierro los ojos. Son tormentas de 24h, todos los días, detrás de esta mirada indescriptible. Tormentas que golpean y hieren durante 24h, sin descanso, sin darme tregua y por mucho que mis pestañas, al borde del colapso, quieran que frenen, no hay solución al problema.
Y es esa tormenta de agua brava la que me devuelve flores violetas: cardenales a diario que en su día florecieron en mi piel y parece que han echado raíz. Me devuelve el silencio ahogado que precede al gritar, el pánico palpable en la habitación, la mirada impasible que sólo quiere ver el televisor, el dolor acompañado de lágrimas cuando tus costillas ya no aguantan más, el grito de miedo por si estás muerta al perder la conciencia en el suelo y el deseo de no querer parar de esa bestia que clama al cielo que le das igual.
Y se acaba uniendo este rojo oscuro con el que ya hay entre tus piernas, se unen formando un río finito que nadie quiere mirar porque la realidad les asquea.
Toda esa marejada se agolpa tras mis párpados 24h al día y aún me dicen que sonría.
Y obedezco.
Y finjo.
Y niego.
Y me muero un poco más por dentro.
Florezco con moratones púrpuras y entre los pétalos se queda la semilla del recuerdo, se me caen las espinas todos los días para que todas las noches vuelvan a crecer y fingir que mi piel no es espinada, siendo siempre el mismo cuento.
Y a oscuras una voz te invita a café y tú ríes, y parece que a sus siguientes palabras dices "gracias" pero no entiende el chiste: se ha asomado y ha visto la punta del iceberg y no le ha importado.