viernes, 20 de febrero de 2015

Él es Montmartre

Estoy delante de una página en blanco. Estoy delante de una página en blanco, como aquel día en la estación. Llevo incluso la misma ropa: los vaqueros negros de cintura alta, la camisa grande de cuadros negros y las botas de cuero. Pero hoy es diferente, hoy no voy a jugar con la magia de la memoria. Hoy hay un pajarito escondido bajo el cobre de mi pelo diciéndome al oído todo lo que anoche ha ocurrido, ¡como si tuviese una horrible resaca y no recordara nada! Pero la verdad es que sí que lo recuerdo. Y va sonando al compás de mi memoria "Doll Parts", de Hole, sintiéndome como la única desgraciada que entiende a Courtney Love. Son los tres minutos y treinta y un segundos más significativos y angustiosos de mi vida. No sé si he ganado o he perdido. También, Eduardo Galeano ha hecho el honor de visitar mis pensamientos diciéndome que él también ha tenido pajaritos así, como los míos, con eso de "a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias". Y sé que es cierto.

Me he visto en sus ojos reflejada y ha sido la milésima de segundo más bonita de mi estancia en esta ciudad. Y le veo, le veo a él, le abrazo, y veo Montmartre en su sonrisa; Montmartre, la idílica comuna, el lugar de los artistas, la cuna del movimiento obrero moderno, el paisaje que a tantos inspira. Es Montmartre acompañada de café en un rincón mientras mis dedos juegan nerviosamente con el azúcar que queda sobre la mesa, mientras le oigo hablar sobre cualquier cosa, mientras me río como una idiota. Porque es eso, reír felizmente, sin sentirse forzada, sin haber tomado ningún estupefaciente.

Y llega por sorpresa ante mi puerta de noche, y quiero besarle con muchas ganas. Pero le doy el beso más lento del mundo, como si fuésemos artistas del circo francés. Y al levantar los párpados ahí sigue él, mirándome, sonriéndome en la oscuridad del rellano, al pie de la escalera. Y en ese momento me hincho de tanta felicidad que me da miedo caminar por si no es cierto. Le miro y es igual de bonito que las calles de Montmartre con las luz de las tres de la tarde en un caluroso septiembre. Cada vez que habla, su voz es como el aire que se respira en el cementerio de Montmartre, la ciudad de hueso, la sepultura de mitos literarios y artísticos. Cada vez que habla, impregna el aire que respiro de historias que no tienen remedio.

Se mete en mi cama, conmigo, rozando piel con piel y jugando con mi ombligo, pidiéndome que clave mis dientes de hierro fundido del norte en su cuello porque según él le van a hacer subir al cielo de un golpe. Y me toca de la manera que sólo él sabe, con la delicadeza llena de ferocidad que lo caracterizan, teniendo un talento natural que no puede aprender ningún artista. Se convierte en Montmartre, la incendiaria, con sus espectáculos subidos de tono, el elegante burlesque en estado puro. Es Montmartre, la libertina, cada vez que nuestras pieles se cruzan desnudas sin seguir ninguna premisa.

Él es como mi recuerdo idealizado de Montmartre en otoño. Lo veo bonito en mi cabeza, con el sol cayendo sobre el Sena desde algún rincón del Sagrado Corazón. Pero omito radicalmente los empujones de los turistas, los carteristas acechando en cualquier momento, el agobio y el horror de la gente mendigando entre los artistas...
Le miro y se me olvida el miedo, porque omito todo eso, porque lo tapo y me lo guardo, porque lo sé y me lo callo. Pero sigue ahí, bajo la piel, esperando florecer y decirle que soy insuficiente para él.
Mi cabeza sigue ahí, seccionando mi cuerpo en miembros de muñeca de porcelana, los cuales etiquetaré y envolveré para enviárselos, explicándole en un sobre lacrado que algún día reuniré el valor necesario para decirle que soy suficiente.