Un suspiro y el aire era hielo, un beso y se derretía el mundo entero; así era la luna llena, tan llena de plata, tan llena de pureza. Y siempre que se alzaba en la noche, tan redonda, tan perfecta, el tigre blanco subía a la roca, la rugía y la miraba. Su propia agonía era no poder tocarla y por eso quería romper cualquier látigo que ella domara. Y cuando ella dormía, el tigre de ojos como zafiros se marchaba humilde, triste, sabía que sus zarpazos la desarmaban y por eso, todas las noches la luna sangraba un poco y se ocultaba; todas las noches derramaba lágrimas doradas que cada pedacito de cielo ocupaban.
Ella también sufría y por eso se las arreglaba para una vez al mes, recomponer toda su esencia, toda su semejanza. Era un puzle nocturno que al amanecer sus propias piezas desencajaba.
Y aunque hubiese una infinita distancia, las noches de plenilunio eran las más dolorosas y deseadas, noches de masoquismo sufridas y disfrutadas en el más absoluto de los silencios.
El tigre moría de pena con cada madrugada y en las raíces más profundas, donde nadie le viera, gimoteaba. Esperaría otros veintiocho días para poder contemplar a su amada.
Y mientras las secas hojas caían, creando una melancólica melodía, él sobre su trono de piedra, dudaba.
Si ella en verdad le quisiese, habría acercado el suelo con el cielo y le habría acunado en su blanco pecho. Habría mirado con ternura, con esa mirada plateada, su suave piel blanca y sus feroces garras; lo habría desnudado y habría penetrado en lo más profundo de su alma y quizá habría encontrado su humildad enzarzada en pelea con su arrogancia.
Así que el tigre alzó el chispeante mar de sus ojos hacia ella y saltó. No para besar a la luna, sino para destruir su propia maldición. Y el viento le cantaba una nana mientras él sus ojos cerró, la dijo adiós para siempre, la prometió que no tendría más dolor.
*Esta entrada va dedicada a mi amigo David, ya ambos sabemos el por qué.