Rehuía del contacto humano, porque temía que su mundo imaginario fuera robado. Solía sentarse sola en el tren, vistiendo obras de arte; durante el traqueteo del viaje, cogía su pequeño espejo y veía a las demás chicas clavarla miradas como puñaladas. Siempre llevaba un reloj de bolsillo consigo, por si acaso la hacían daño.
Un día entró en un bar al azar, pidió un café irlandés y se dedicó a observar desde el lado más ocuro de la estancia. Fingía leer el periódico y observaba, observaba, observaba. Un chico la vigilaba a ella, recogía los granos de azúcar con sus dedos mientras contemplaba el mundo, como ella. Eran tal para cual.
Pasaron las horas y ella notaba el tic-tac en su bolsillo, no era su corazón. Le habría encantado que él se levantase y se sentara a su lado, era un buen candidato con el que colisionar su mundo. Él pensaba lo mismo de ella, pero ninguno de los dos se movió de su sitio. Eran las doce de la noche y ambos salieron juntos del bar, pero se separaron en direcciones opuestas.
Nunca más volvieron a verse, pero sus recuerdos los perseguían. Ella se quedó dormida una fría noche y no despertó jamás. Él fue atravesado por más de treinta balas. Y aún así, la calle los sigue recordando con cada madrugada.