martes, 7 de enero de 2014

Los sueños que se quedan atrapados entre los adoquines amarillos

Hoy soñé con tu cara y tus caricias, y desperté alentada por la esperanza de encontrarte en mi cama. Pero moví mis dedos y palparon la nada, con ello, recordé las palabras que borbotaron de tu boca, en mi cabeza seguía resonando tu «déjame ser el fuego que prenda la mecha de tu cuerpo». Y los escalofríos, y el sudor, y el color vívido de tus ojos, el sonido de tu respiración; alteraron el resto de mi cuerpo.

Decían que me había perdido y que al conocerme, tú habías encontrado tu sexto sentido. ¿Y yo? ¿Qué pasó conmigo? Sólo me incendié y ardí, luego quedaron cenizas y carbones de lo que un día fui. Versos, acordes, trazos y secretos salieron volando del fuego, acabaron desapareciendo cada uno de mis sueños.

Y mientras nadaba en ese mar de sábanas, decías que yo era la estrella en el norte que más brillaba. Bebías de mi boca como si fuese la copa más sabrosa. Y a mis pechos, con delicadeza, te acercabas y contra ellos susurrabas que mis caderas eran el lugar perfecto para reposar tus ideas. Y cuando te colabas entre mis piernas diciendo que yo sabía como la más dulce mermelada, sólo podía pensar «es otro juglar que me envaina jodidamente bien con su espada».


Y como perros, como animales callejeros, en cualquier lugar abandonaba mis bragas por ver tu media sonrisa y esperar que tú me siguieras como las manecillas de segundo que siguen el compás de las horas del reloj. Y nos hemos amado entre los huesos de Barcelona y entre las entrañas de mis montañas, pero como todo lo bueno, esto acaba.

Como el raso y el encaje que me arrancas con fiereza, abandoné mis sueños entre los adoquines amarillos de la vieja carretera.

Y a día de hoy, con el minutero a toda mecha, por mucho que en mis sueños hables de cómo prendes el fuego de mi cuerpo, muy cobarde eres; que en persona no eres capaz ni de ofrecerme una cerilla por miedo a que yo te arranque las tripas. Que idiota, que bobo, yo sólo querría probarte de nuevo un poco. Te pediría fuego y te robaría un beso, te invitaría a probar nuestros viejos juegos, ser de nuevo la dama que no tiene nada de santa y el mentiroso juglar que sueña con ser caballero.


Pero los recuerdos, junto con los sueños, los abandoné en el camino amarillo que cruza la Otra Zona para darte pistas, como migas de pan que llevan hasta mi cama, dónde poder contemplar el mundo desde lo alto de ella, y como tú decías: "para calmar la vida entre mis caderas".